Y cree el Opa que la
prensa le ha hecho un favor inopinado al Alguacil, puesto que debido
a la presión de la opinión pública los denunciados han tenido que
renunciar a su cargos y marcharse (en principio) a sus casas. No sólo
han dejado de cometer fechorías a cuenta del presupuesto de la
Comarca, sino que también han dejado de cometer errores e inepsias
en sus oficinas. Porque convengamos que está absolutamente mal que
los funcionarios utilicen el estado como herramienta de
enriquecimiento personal. Pero está casi igual de mal que sean
inútiles incapaces de jugar con barro. Y la combinación de ambas
cualidades ofrece un resultado que se parece mucho a la foto de la
Comarca: una administración paralizada, sin liderazgo, sin proyecto,
sin idea ni ideas, sin enfoque. Sin mística.
El Opa recorre la lista
de las oficinas municipales y trata de encontrar alguna en la que
pueda rescatarse algún proyecto, alguna iniciativa, alguna propuesta
interesante y novedosa. En vano. Sólo en los últimos tiempos ha
notado un proyecto educativo que tiene implicancias en cuestiones de
integración social, pero ya volveremos sobre eso.
Algunas áreas son muy
caras al afecto del Opa, y nota con tristeza que las designaciones en
ellas han sido paupérrimas. Los nombres que ha puesto el Alguacil en
la Secretaría de Derechos Humanos hablan de su desprecio por el
área, por la temática, por su implicancia en la historia de la
Comarca y la historia grande del partido al que pertenece el
Alguacil. Que es el mismo partido al que pertenece el Opa.
Hubo allí un abogado a
punto de jubilarse, que nunca entendió de qué iba la historia.
Apenas su propia biografía lo ubicaba como sobreviviente de la
invasión de los Marcianos, y aparentemente su condición lo dotaba,
para el Alguacil, de los requisitos para ejercer ese cargo. Después
del sacudón de cargos, terminó por jubilar al susodicho abogado,
para nombrar allí al hijo de un político del partido, un señor que
ha sido representante permanente en el Gran Consejo de la Comarca,
reelecto una y otra vez. El hijo, actual funcionario de Derechos
Humanos, padece de una ignorancia profunda y supina acerca del tema.
El Opa recuerda sus cantitos en ocasión de su onomástico (del hijo
de, no del Opa), en que el muchacho cantaba y cantaba que se iría de
cabarets. La letra del cantito decía “vamo al campo rentaaado”,
una y otra vez. En la jerga de la Comarca, ello significa pagar por
sexo. Este muchacho ahora quiere intervenir en la lucha contra la
trata de personas.
Decía antes que los
funcionarios denunciados le han hecho al Alguacil el inmenso favor de
apartarse y no enlodarlo aún más en una trama de denuncias,
tribunales y rubias que saben demasiado. El Alguacil no hubiera
podido sacárselos de encima de otro modo, porque además de ser
amigos íntimos, esos otros hombres también sabían demasiado del
Alguacil y sus entuertos.
Piensa el Opa que si
fuera el Alguacil llamaría al periodista indiscreto para
agradecerle. Le ha dado la oportunidad de ubicar en su gobierno a
gente responsable, de intentar reconstruir la estructura mancillada
de la administración de la Comarca. La oportunidad de arreglar los
baches, y que las luces funcionen. Habrá que ver, el Opa concede un
dejo de esperanza. La función de la Secretaria de Educación es
esperanzadora: la chica ha estudiado afuera y trabajaba en los
tribunales como cualquier hijo de vecino. Ya eso sólo la distingue
nítidamente de la rotunda caterva de “hijos de” que rodea al
Alguacil, portador él mismo de esa condición.
Por lo pronto no sabe el
Opa si el Alguacil logrará terminar su mandato y podrá aspirar a
ser reelecto o dirigirse a cumplir funciones en otra área. Aspirará
(a) otras cosas, seguramente. Aspirará a terminar razonablemente
bien su trabajo, y en lo posible no acabar en las mazmorras purgando
sus fechorías y las de sus amigos. Pero nada de ello sería posible
con sus amigos dando vueltas en los despachos, como funcionarios
inconmovibles por obra y gracia de las complicidades adolescentes.
Porque además de ladrones, los amigos del Alguacil son ladrones
tontos: roban, y dejan los dedos marcados.
(Los ladrones de la
Comerca son sofisticados, y no admiten chapuceros e improvisados,
niños bian angurrientos de figuración y desesperados por un mango).
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