Le han insistido al Opa que la oligarquía está
compuesta por señoras gordas, platinadas y con apellidos patricios, casadas con
señores gordos con apellidos ídem que administran las estancias, los estudios jurídicos
de nombre compuesto, y las acciones de la Cultura Británica. Esa definición
marca Quino abarca hoy una parte ínfima, decreciente, de la oligarquía de la
Comarca. Está siendo desplazada por otra oligarquía, con mayor poder para los
negocios, mayor poder en el Estado, y mayor capacidad para construir ese relato
colectivo que, a falta de mejor término, hemos dado en llamar Cultura Nacional.
Piensa el Opa en esa oligarquía que ha colocado los
presidentes que han gobernado 32 de los 39 años de la joven democracia de la
Comarca, que rinde honor a un patriarca del pasado, autoritario y machirulo, y
que se ha construido en el minucioso desprecio al principio de igualdad ante la
ley. No es el único principio constitucional que desprecian: sospecha el Opa
que la única parte que les gusta de la Constitución Nacional es la que concede
al ciudadano Presidente el poder de emitir decretos de necesidad y urgencia,
porque es la única norma que ejecutan con cierta asiduidad.
Pero para no adelantarse, el Opa intentará plagiar
alguna definición medianamente neutral. Así, el diccionario de la Real
Academia, a falta de mejor cosa, describe a la oligarquía como “1. f. Forma
de gobierno en la cual el poder político es ejercido por un grupo minoritario. 2.
f. Grupo reducido de personas que tiene poder e influencia en un determinado
sector social, económico y político.” Miremos ahora hacia la Comarca. Un
partido nacido de un golpe de estado, monopolizando el poder y la política
durante dos tercios del siglo pasado y casi todo lo que va de este, ya desde el
gobierno, ya saboteando gobiernos democráticos en los breves interregnos donde
no ponen presidente pero sí las mayorías en el Senado y las Provincias, ya custodiando
sus estructuras en cualquiera de las dictaduras que han asolado la Comarca.
Ese partido, creado por un heredero de Mussolini, admirador
de Franco, que dio refugio a criminales Nazis, ese partido que parió y organizó
el terrorismo de estado, que gobernó con el subsidio en la unidad básica y la
picana en los subsuelos de la Policía Federal, con la impunidad como bandera.
Eso es la oligarquía. Impunidad. Porque significa que quienes se acollaren a
ese partido serán acreedores, por los siglos de los siglos, de los retazos del
presupuesto público que puedan mordisquear. Generaciones enteras trasegando
fondos estatales al patrimonio privado sin más recato que el que impone la
falta de tiempo.
Impunidad significa sustraerse a las consecuencias de
las propias acciones, particularmente cuando esas acciones constituyen un
delito, razonable o no. Así, un miembro de la oligarquía puede violar sus propias
normas, sus propios decretos, con la certeza de que al final del camino podrá tapizar
el crimen y la muerte con billetes que valen menos que el papel en el que están
impresos. Ampararse en un derecho pensado para el ciudadano de a pie, el que no
tiene más privilegio que el socorro de la ley, ciudadano desnudo de poder y de
fanfarrias. Eso es oligarquía: un presidente impune, un gobierno que aplaude,
un sistema que lo sostiene.
Ese sostén no nace del vacío: hubo una minuciosa construcción
de una cultura de la impunidad, de la irresponsabilidad como política de
estado, de la excepcionalidad de los elegidos que no tienen por qué someterse a
las normas de los otros, de los que miran desde afuera. En esa casta del
privilegio todo se perdona, todo se disculpa, todo se justifica cuando los
crímenes se hacen “en nombre del pueblo”, porque ese es el pase de magia
sensacional, la invocación metafísica que los sustrae de las consecuencias
reales de sus actos. Ampararse en la invocación popular. Y desde ese parnaso
imaginario, es posible alquilar el muerto más notable de la Comarca para
velarlo en la Casa de Gobierno y que de ese modo su aura irredenta contagie, derrame,
o salpique al menos al oligarca que gobierna: tanta razón tenía López Rega con
sus métodos que terminaron apropiándose de ese muerto oportuno y famoso. Ese
muerto al que se le perdona todo: los hijos bastardeados, la esclavitud sexual
de una niña que trajo de esa enorme prisión a cielo abierto que la geografía
denomina “Cuba”, los impuestos traspapelados. Eso es parte de una construcción:
al ídolo se le perdona todo, en nombre del pueblo, porque es del pueblo.
La invocación popular, el milagrismo, la santería
entera de figuritas opacas, la santa madre del fascismo vernáculo decorando el billete
de mayor denominación de la Comarca. Sembrar la ignorancia desde la escuela
enflaquecida, desde el púlpito ahíto de favores y admoniciones, desde los
discursos parlamentarios que avergonzarían tanto a cualquier escolar instruido.
El derrumbe cultural y educativo, el cualunquismo, porque todo debe dar lo
mismo, casi un siglo ejecutando la admonición del tango “Cambalache” como si
allí hubiera habido una clave del buen gobierno, nivelar para abajo porque en
el país de los ciegos el bizco fue rey.
Dicen que los días más felices siempre fueron
peornistas. El mito, elemento común a todos los fascismos, prendiendo rápido en
los tilingos que necesitan el abrazo gregario, o la complicidad partidaria,
según las edades. Como todo fascismo, trastornando el significado de las
palabras, designando lo opuesto a lo que dicen decir: la igualdad para favorecer
a alguno con el fruto del esfuerzo del otro, el amor como coartada para el
desprecio público del diferente, la inclusión para cobijar a los propios
dejando al resto en la intemperie. Esa construcción falaz, esa mentira de
Estado, ese Relato del pasado y el presente. Eso acaso sea la oligarquía: para
los amigos, el vino en caja y el locro calentito pagado por el Ministerio, para
los enemigos, la intemperie. Y después contarla con la épica de las patriadas,
a ver si alguna vez el Opa aprende.