Hubo una novela, en los tiempos pretéritos de la
Comarca, que trabajaba la urdiembre de los sentimientos de un grupo de
veraneantes varados en un hotel de Ostende, aislados por una tormenta de arena
que convirtió los médanos que los rodeaban en una cárcel borgeana. La novela de
Bioy Casares y Silvina Ocampo transcurre con ritmo y elegancia por entre los
fiordos del género negro, sin condescender al morbo ni la violencia
innecesaria. Años después, ya en esta era, convirtieron esa novela en una
película. En una película mala. Previsible, mal actuada, por momentos absurda.
El Opa la vio completa, ilusionado con que representara con fidelidad aquella
novela de su adolescencia lejana. Hizo mal, pero no podía hacer otra cosa.
Si algo cree recordar el Opa es que en la trama los
personajes se dejaban mover por un hilo de odio, apenas velado por los
manierismos de una educación exquisita. Había amores cruzados, traiciones,
silencios incomprensibles, muertes no fácilmente explicables. Ello, mientras se
sucedían las tormentas de arena que borraban el camino de salida de ese
infierno. Era quedarse allí, en esa casa, o arriesgarse en los cangrejales y
los médanos. No había más que dejarse carcomer por el odio y el aislamiento,
matizar el tedio con la sangre -o la amenaza de la sangre- a la espera de que
algo ocurra, que se limpien los cielos y se lleven la arena y reinen al fin la
concordia y la libertad.
Mientras esto ocurre en el plano inverosímil de las
memorias del Opa, en la Comarca se suceden los hechos insensibles e idiotas que
han sido prefigurados en la novela mencionada, pero rebajados a la farsa y la
indecencia. No hubo un crimen, no hubo sangre. O, mejor dicho, no llegó a consumarse
el crimen supuestamente pretendido. Pero sí se abrieron las anchas alamedas por
las que transitan el odio y la mediocridad, el psicopateo inherente a la
condición peornista.
Hace una semana un Lee Harvey Oswald ensamblado en La
Matanza atravesó el cordón humano que rodeaba a la ex presidenta María Estela
Fernández de Kirchner y gatilló un arma a menos de un metro de su rostro. Afortunadamente
no hubo bala en la recámara (sabemos ahora), y la Comarca se ahorró una
tragedia desoladora que nos hubiera sumido en años de violencia y divisiones.
De inmediato el arco político casi en su totalidad le expresó su solidaridad y
condenó el hecho barbárico cuya imagen se había multiplicado por todos los
medios.
Pero pronto algunas voces marginales comenzaron a
dudar de la veracidad del atentado. Esa duda, justificada o no, despertó el
odio de los adláteres de la ex presidenta, que se lanzaron a culpar a la
oposición, a la justicia, a los medios, al campo, a la Reina Elizabeth (QEPD) y
a Piñón Fijo por desperdigar un lenguaje de odio que, dicen, motivó al Gavrilo
Princip de La Salada a intentar un magnicidio frustrado. Y comenzó la caza de
brujas.
Comenzó otra cosa, además. La policía federal, a cargo
de la investigación del hecho, borró dizque accidentalmente los registros del
teléfono del agresor. Sin querer queriendo. Después, se borraron del arma las huellas
dactilares del atacante. Oops, I did it again. Se puso el foco en la novia del
atacante, novel celebridad televisiva por su providencial aparición en un canal
de noticias tropicales alineado con Isabelita II. Mucha casualidad. La
muchacha, implicada en el ataque, tuvo que designar abogado. Contrató a Carlos
Telleldín, de triste fama como el terrorista que proveyó el furgón donde se
instalaron los explosivos que acabarían con la sede de la AMIA en los ´90, y
que se recibiera de abogado mientras cumplía su condena. Este abogado es hijo
de un reconocido torturador que comandó el macabro D2, la División de
Investigaciones de la Policía de Córdoba durante el gobierno de Isabelita I. El
abogado de la muchacha pertenece a lo más granado de la familia fascista y
criminal del peornismo, autopercibido hoy como el partido del amor. Es parte de
la trama oscura de los servicios de inteligencia, de esa cloaca de la democracia
que Isabelita II nunca dejó de alimentar cuando le fue útil. Ahora, en el noticiero
oficial difunden imágenes previas al atentado, con las cámaras del canal siguiendo
a la pareja atacante desde que llegan a la esquina de la ex presidenta, rodean
a las decenas de personas que por allí pululaban, y, sin perderlos de vista en ningún
momento, los enfocan en el momento de intentar su ataque. Curiosa intuición del
cameraman, un sentido de la anticipación digno de mejores causas. Pero si uno
duda de todo esto, uno se convierte de inmediato en un ser que odia.
Lo que comenzó fue un encadenamiento de hechos poco
explicables que siembran una duda razonable sobre la veracidad del atentado. Si
el atentado existió o no, si fue un armado de los servicios de
(des)inteligencia, si verdaderamente un desequilibrado de ultraderecha quiso
asesinarla, a esta altura el Opa nunca lo sabrá. Después de todo, hace pocos
meses se asistió a la puesta en escena de la pedrea al despacho de Isabelita II.
Como se hablan encima, el presidente del bloque de senadores que comanda la atacada,
exigió, a cambio de la paz social, la anulación del juicio penal que la tiene
contra las cuerdas. El partido de la impunidad.
El Opa no odia. Sólo describe un lamentable estado de
cosas. Sobre un hecho grave, repudiado por todos, se montó una caza de brujas y
una persecución del disidente que emparenta a la Comarca con el Sultanato Bolivariano
de Chavistán. Se ha intentado expulsar a dirigentes opositores de las
universidades donde enseñan, de los clubes donde se entretienen. Se ha amenazado
de muerte al fiscal que a lo largo de nueve días ha argumentado sobre su
culpabilidad con prueba pertinente y concordante. Se ha amenazado de muerte a
otro ex presidente de triste memoria. Dirigentes del gobierno han acusado de sembrar
este clima a la oposición. Sostiene el Opa, sin embargo, que corresponde al
gobierno imponer cautela, serenidad y mesura en estos tiempos turbulentos.
Porque son gobierno, aunque no parezca.