Hablaba el Opa no hace mucho
sobre los jueces de la Comarca, inflexibles con la gente de a pie y genuflexos
con los poderosos. Ya se ha hablado mucho sobre dos jueces de tristes
antecedentes que han sido benevolentes con el violador de un nene de 6 años; el
Opa no entrará en detalles porque son escabrosos y tristes, y además todo el
mundo medianamente los conoce. Lo que preocupa al Opa es que, según ha podido
consultar con vecinos abogados y gente de esa índole, Piombo y Sal Llargués son
considerados buenos jueces. En el ámbito insano de la judicatura, en esa
institución llamada Joder Perjudicial, estos anti-héroes del día son
considerados por sus pares como magistrados respetables. Ello provoca angustiosas
reflexiones.
En primer lugar un juez ha sido
antes abogado, lo que provoca al Opa hondos escalofríos. Es como un abogado al
cuadrado, porque puede ordenar y mandar sobre otros abogados. Es un abogado
cuyo despacho, papelería, empleados, amantes, estacionamientos y vicios mantenemos
todos con las rupias y tombuctúes que recauda el gobierno. Pero además éstos son
penalistas, se dedican a hurgar delitos cometidos por personas a las que ellos
jamás les darán la mano. No está mal que haya una respuesta a los crímenes,
civilizada, racional y socialmente útil. Sucede que los jueces no están en
condiciones de ninguna de estas respuestas: ni civilizada, porque aplican una
violencia sin siquiera dar explicaciones a los involucrados; ni racional,
porque no pueden demostrar una relación entre la condena y los resultados que
debería tener; ni socialmente útil, porque la gente sale de ese infierno en
peores condiciones que las que tenía cuando fue condenada. Depositan gente en
un rincón del infierno, los olvidan allí cocinándose a fuego lento en las
miserias espantosas de los servicios penitenciarios, y después se sienten
sorprendidos si los reos reinciden.
En segundo lugar utilizan
categorías, y un lenguaje, y un cuerpo de ideas que por sí solos son
escalofriantes. El Opa siempre supuso que las leyes deberían ser simples para
que sarracenos y pleistocenos puedan entenderla y acomodar su conducta. Pero un
par de veces leyó un código inentendible, y unas sentencias inentendibles y
unos tratados escritos en indonesio pero con palabras que parecían del
castellano. Se pregunta el Opa para quién hablan los jueces en sus sentencias.
La respuesta: hablan para sí mismos, y para otros jueces. Monologan con su ego,
a lo sumo practican esgrima institucional con sus colegas o juegan al truco con
sus compañeros de cátedra. El reo les importa poco, la víctima directamente
nada: son meros insumos de trabajo.
Esas categorías y ese lenguaje
han construido una seudociencia oscura y manipulable, un juego de espejos que
les permite hacerle decir cosas opuestas a la misma ley dependiendo de la cara
del cliente. Quienes manejen con más astucia las cuentas de este abalorio
macabro serán considerados como jueces más hábiles, y por lo tanto serán
ascendidos. El Opa ha visto detalles de sentencias del juez Piombo, término
itálico que denota al plomo, al balazo, a la patota de anteojos negros en autos
sin patentes.
Sistemáticamente han maltratado
a la víctima, especialmente en delitos sexuales. La han vuelto sospechosa de
provocación, y por eso han disculpado el crimen vil de hombres enfermos bajo un
palabrerío ininteligible del que lo único que se entiende es que fue culpa de
la mujer. O del niño. Pero también tienen larga historia de proteger con mano
blanda a policías torturadores y asesinos, a barrabravas mercenarios y
taimados, a cuanto sotreta con poder ha merodeado los andurriales de la
Comarca.
Pero, ¡guay que el imputado
robe una bicicleta, o tenga un caballo para cartonear como medio de
subsistencia! Porque entonces descenderán sobre los pobres infelices con sus
plumas y estiletes, con expedientes y otras armas negras, con latinazgos y
citas de mala fe. Y despedazarán al infractor menor con la misma saña con la
que han caído sobre las víctimas en los delitos con víctimas.
Se pregunta el Opa de dónde
sale esa gente. Salen de las universidades, esos lugares de voz engolada que
fracasan sistemáticamente en el noble esfuerzo de cambiar el mundo. Talvez porque
jamás quisieron cambiarlo. Las escuelas de derecho sólo sirven para persuadirnos
de que la abogacía es el arte de la infamia refinada, y para machucar los
ideales de los que creen en la justicia y el estado de derecho, esas cosas con
las que el Opa se emociona cada vez que abre la Constitución de la Comarca. Los
que no salen de la universidad graduados de tahúres aprenden el oficio más
pronto que tarde, y arrinconan contra los armarios y escritorios polvorientos
al puñado de abogados que defienden la dignidad de los ciudadanos de a pie.
Así funcionan las
universidades, y entonces no extraña al Opa que Piombo, Sal Llargués o
cualquier otro córvido ejemplar obtenga ese vago prestigio, el aura de infalibilidad
casi religiosa de empleados públicos acostumbrados al señorío medieval. Los Torquemadas
de cartón que adornan los juzgados de la Comarca han salido de algún lado, y el
Opa no logra pensar una solución que no implique cuestionar lo que ocurre en
esas madrigueras donde se cultivan Casanellos y florecen Oyarvides, se
entierran Rafecas y se cosechan Bonadíos, donde Catuccis y Bustos Fierros se
abren como pimpollos ante los pingües rayos del poder de turno. Romanos y
Petras se han ensoberbecido en las mismas aulas y pasillos que Novarinos,
Magraners, García Arpóns y cualesquiera que comparta su calaña innoble.
Algo hay que hacer en esas
universidades, piensa el Opa, porque funcionan casi igual que los juzgados, los
cuarteles y las iglesias: monárquicas y oscuras, medievales y tenebrosas,
ahítas de palabrerío hipócrita e infladas de negociado y corruptelas. No puede
ser accidente que construyan capas geológicas de esos mismos funcionarios.
Cuando el Opa piensa en las cosas que debilitan la democracia y la república,
debe agregar ahora a los lugares donde fabrican jueces. Porque son gente peligrosa,
casi todos ellos. Y además nos salen carísimos.