El
Opa circula por la Comarca, transitando sus calles festoneadas de baches y los
restos de un invierno que no sabe si terminar de irse antes de que lo arrolle
la primavera. Camina el Opa, y llega hasta Ciudad Universitaria, donde tenía
que hacer unos trámites. Para el que no conozca, Ciudad Universitaria es el
campus de la universidad local, un puñado de hectáreas que balconean sobre la
ciudad, a la que miran desde una loma. Esta ubicación puede ser cultural e
idiosincrática, y no sólo topográfica. Pero no es eso lo que el Opa quiere
compartir hoy.
Cuando
llegó al Pabellón Argentina, el centro administrativo de la Universidad, se
encontró con que estaba tomado. Había, hay, okupas. Una caterva de imberbes de
ambos sexos ha tapiado las puertas vidriadas del acceso con afiches que son un
muestrario de slogans setentosos. Piensa el Opa que si estos pibes se
consideran a sí mismos una vanguardia iluminada, y entonces cobra fuerza el
axioma de que las vanguardias suelen entretejerse con la decadencia. En este
caso, cuatro o cinco décadas de decadencia. Clamores revolucionarios,
apelaciones a un pueblo que no existe, pretensiones de legitimidad de origen
dudoso. Ello, además del incordio de tener que responder el interrogatorio “cobani”
de los susodichos okupas.
Soberbios
hasta lo imposible, predeciblemente autoritarios, quienes tomaron el Pabellón
se consideran depositarios de una verdad revelada que conduce a nueva empresa. Elitismo
moral epistémico, con estribillos de la Bersuit.
Pregunta
el Opa por la razón de la medida de fuerza. Le responden que es por el
conflicto salarial de los docentes universitarios. El Opa, rascándose la
cabeza, se pregunta si no es el mismo que ya se resolvió hace como diez días. Le
dicen que sí, pero que ahora tienen otras reivindicaciones. Piden por el aborto
legal, con el que el Opa está de acuerdo, pero que sospecha que no depende del
rector de una universidad. Piden por la separación de la Iglesia y el Estado; es
pública la tirria del Opa contra los frailes, pero no entiende qué tiene que
ver con una toma de oficinas universitarias. Piden por la renuncia de un
decano, que el Opa encuentra indigesto, pero que ha sido elegido
democráticamente. Piden por la anulación de normas institucionales que la
universidad ha aprobado con mayoría e incluso con unanimidad en sus cuerpos de
gobierno. Se pregunta el Opa si no será mucho exigir que se desmantelen
políticas decididas por los canales democráticos.
Hasta
que el Opa entiende. Estos pibes desprecian a la democracia, que consideran
burguesa y liberal y retardataria cada vez que no se pliega a sus caprichos de
jipis con OSDE. Es decir, casi siempre. Con simétrico fervor, la democracia
también los desprecia, puesto que sus partidos y tribus y agrupaciones difícilmente
arañen más del 3% en cada elección. El pueblo los desprecia porque ellos
desprecian al pueblo.
Y
antes de que se acuse al Opa de insolente, recuerda a quiénes están dañando los
muchachitos de la toma. En primer lugar perjudican a las comunidades que son
asistidas por la universidad, es decir, al pobrerío que jamás pudo estudiar. En
segundo lugar a los estudiantes que tratan de devolver al pueblo los frutos de
su formación. En tercer lugar, a gente como el tipo que tiene la concesión del
café, por ejemplo, un chancho burgués que le da trabajo a varios empleados,
seguramente agentes todos ellos del imperialismo. Teme el Opa que les hayan
confiscado revolucionariamente las pastafrolas y las bebidas.
También
perjudican a los estudiantes que se han graduado, y que tendrán que recibir sus
diplomas en algún teatro alquilado de apuro: justa retribución para quienes
tuvieron el atrevimiento de estudiar y rendir sus exámenes. Se han suspendido
también los eventos culturales que el Opa frecuentaba con fervor: ¿se atreverán
a profanar con sus bombos baratos y sus redoblantes de cancha la Sala de las
Américas, el lugar donde el Opa vio por primera vez a Spinetta? Teme por la
suerte de los instrumentos de la orquesta universitaria: ¿los estarán usando
para tocar canciones de La Renga?
Dañan
a las autoridades legítimas de la universidad, sean o no del gusto del Opa, y a
todos los laburantes administrativos que se desempeñan en esas oficinas. Pero en
ningún caso dañan a las autoridades nacionales, que encabezan el ranking de sus
villanos favoritos. Ni, desde luego, a Madame Christine Lagarde, que, como se
sabe, a la gilada, ni cabida.
Después
de preguntarles qué necesitan para levantar la toma, terminó, uno de ellos,
respondiendo por lo bajo: “que vuelvan las becas como eran antes, ahora las
controlan y te piden que estudies”. Como en cada reclamo encabezado por esta
gente, la solución es una y siempre la misma: caja. Piden dinero público. Sin
marcas ni numeración correlativa. Desde su peraltado discurso traído desde
Sierra Maestra en el auto de papá, lo que piden quienes tomaron el Pabellón es
una suma de fondos estatales para “sucsidiar la militancia” (sic).
Mientras
levantan el dedito citando a Trotsky, los que se embanderan de lucha y
revolución piden algo tan burgués como la apropiación de la renta sin hacer
nada, verdaderos lúmpenes que medran sobre el esfuerzo del proletariado que
labura.
El
Opa se despidió sin poder hacer sus trámites, corroborando que tampoco volvería
a tomarse un cafecito mientras espera un concierto, actividades ellas
sospechosamente elitistas. No es función del Opa desmontar ese sainete
irresponsable, pero piensa en el daño causado por un manojo de botarates execrados
por la historia. Y se va rumiando el desconcerto entre los lapachos florecidos.