domingo, 11 de mayo de 2014

Hay que matar a Alfonsín

La frase no corresponde a la famosa novela de Dalmiro Sáenz. Tampoco a las novelas que el Opa urde en momentos de ocio. No es sino una forma de sintetizar un paso que el radicalismo debe atreverse a dar de una vez por todas: abandonar de una vez la cultura nostálgica y perdedora del ´83, esa mal llamada mística militante. El Opa explicó por qué en su post anterior. Ahora prosigue con su alegato solitario.
La participación de Moreau en la caída de De la Rua está tan documentada como la de Duhalde, y Alfonsín estuvo claramente al tanto. Cada uno podrá explicarlo como le plazca: el Opa de la Comarca prefiere pensar, compasivamente, que Alfonsín intentó un pacto de supervivencia de la democracia en el que el duhaldismo era el mal menor, y una alternativa válida para reconstituir Argentina de la mano de Lavagna. Otros, memoriosos, recordarán los pactos del radicalismo bonaerense con el duhaldismo, que le aseguraron la hegemonía partidaria durante los ´90.
Después de propiciar la estabilidad mediante renovados pactos con Duhalde y los Kirchner, el alfonsinismo en sus diversas vertientes siguió conduciendo lo que quedaba del partido. Una expresión que obtuvo un 2% de los votos en 2003, que presentó un candidato peronista en 2007, y que propició un esperpento psicológico e ideológico en el 2011 con el hijo balbuceante.
Lo dramático no es tanto la conducta de una dirigencia cuyo único mérito constante fue aplastar cualquier posibilidad de renovación partidaria. Al fin y al cabo, el así llamado “radicalismo progresista” cumplió cada paso de las oligarquías partidarias: la mayoría de sus miembros más notorios se asociaron con empresas “del antipueblo”, se compraron campos y bodegas mediante testaferros, nombraron a sus hijos inútiles en los tribunales federales, y se convirtieron en voceros de los mismos grupos y sectores que habían denostado décadas antes. Cualquier parecido con el peronismo es mera coincidencia. Se atornillaron en la cabina de mando de un partido agonizante que siguió siendo una estupenda fuente de negocios.
Lo peor, sostiene el Opa. es que convirtieron el radicalismo de cada provincia en un conglomerado de feudos familiares que se alquila al sector del PJ que los convoque primero al calorcito del poder y los nombramientos. Lo convirtieron en un partido chico, un puñado de grises agrupaciones provinciales, sin ideas ni militancia ni liderazgos. Kiosquitos rojos y blancos. El alfonsinismo convirtió a la UCR en lo que juró destruir en los lejanos '60.
Hasta ahí, todo compatible con el manual de supervivencia de cualquier político conservador y autointeresado.
Lo desconcertante, además, son los cantitos. El Opa no logra explicarse qué es exactamente lo motivador de cantar que volveremos como en el '83, una experiencia fundacional de la democracia argentina pero que terminó en una decepción enorme. Volver en un contexto de muerte, teniendo que enfrentar un desafío del que no salimos airosos bajo casi ningún punto de análisis. El Opa se pregunta: ¿volveremos para qué? ¿Tienen idea alguno de estos militantes de para qué quieren llegar al gobierno? Para cambiar las cosas, le dirán. ¿Tienen idea de cómo se hace para cambiar las cosas? No, le responderán con certeza, iremos viendo sobre la marcha. Así nos fue en el '83, y así nos fue en el '99. El Opa no quiere hablar sobre nuestras experiencias municipales, por un rezago de piedad que aún conserva, y porque no quiere desviarse del tema original.
La mística militante, esa profesión de fe alfonsinista, jamás ha generado un sólo cuadro de gobierno. Y no hay nada de progresista en una gestión llena de inútiles incapaces de entender cómo se administra, digamos, un hospital. El desprecio de la formación técnica y las capacidades de gestión ha significado que los argentinos consideren a la UCR como un partido incapaz de manejar razonablemente bien cualquier cosa que tenga más de 100.000 habitantes. No es casual que a 30 años de hegemonía alfonsinista no tengamos radicales en condiciones de formar un gabinete serio. Ni hablar de armar un ministerio de, digamos, Justicia. O de Salud, o de lo que quieran.
La vieja dicotomía entre un partido de masas y un partido de cuadros ha resultado ser tan falsa como casi todas las dicotomías. El Opa nota que no tenemos masas militantes, mucho menos tenemos votos masivos, y tampoco tenemos cuadros. No existe una cultura partidaria que premie el estudio y la formación en un área determinada, porque de todos modos las plataformas las escriben cuatro amigos de los candidatos que no necesariamente son expertos en sus temas. Y porque si por casualidad el radicalismo llega al poder tiende a continuar opacamente los lineamientos de la gestión precedente, con inútiles propios reemplazando los inútiles ajenos. Por piedad, nuevamente el Opa no dará ejemplos.
No sabe el Opa si esta cultura es propiamente alfonsinista. Talvez sea injusto sostenerlo. Pero es claro que nadie conservó el poder partidario durante tanto tiempo, ni le dio tanta importancia a “las ideas” y al debate, y a la vez hizo todo lo posible para que ni las ideas ni el debate comprometan la rosca indecente y folclórica. Nadie hizo tanto para expulsar a los cuadros más interesantes y lúcidos de la UCR que tenían demasiada dignidad para someterse a la línea dura del alfonsinismo del padre o del hijo. Han vaciado el partido, e invocan al Espíritu Santo.
Es acaso responsabilidad del alfonsinismo que sus alternativas partidarias sean hoy ese conglomerado de nuevos ricos que aparecen en las páginas de policiales de todos los diarios. Galeritas ahítos de testaferros e indigentes de ideas. Utacos de soberbia e ignorancia por partes iguales, petulantes que ignoran la raíz laica y liberal que la UCR intentó honrar.

El Opa piensa que el radicalismo está muerto a menos que sea capaz de engendrar una nueva visión del mundo que conforme prácticas igualitarias y eficaces para transformar el país. No quiere volver al '83, quiere imaginar un futuro más interesante que el pasado que vivimos.

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