Finalmente el Opa se dispone a escribir. Escribirá sobre
Ayotzimapa, advirtiendo que es poco lo que sabe, y lo ha ido masticando en
estos meses. El horror es demasiado constante, demasiado profundo, y aun el Opa
alcanza a percibir la vibración permanente que marcará para siempre ese
pueblito mexicano. Pero el Opa quiere entender qué nos toca de todo eso, si ese
horror exótico tiene alguna posibilidad de replicarse cerca de la Comarca, o si
este episodio sólo puede ocurrir en montañas tropicales de nombre difícil.
La historia es larga y se pierde en la noche de los tiempos.
México es, como casi toda América Latina, un país brutal y sangriento, con una
fachada democrática sostenida por los negocios y la tele. La resistencia ha
tenido rasgos a veces cool, con el Subcomandante Marcos en remeras y cuadernos,
y a veces anónimos. Los desaparecidos eran de este grupo.
Estudiaban para ser maestros rurales en el México profundo,
oscuro y pobre. Saben que la escuela es la única herramienta de dignidad que
tienen, y la única alternativa al hambre y el narcotráfico. Son combativos, y
no dudan en “tomar prestados” los buses en los que se desplazan cuando marchan
hacia alguna protesta. En esos cerros calurosos y violentos, pedirles buenos
modales es ensañarse en el cinismo. Marchan porque combaten de esa forma las
matanzas que les dispensan el gobierno o los narcos, que vienen a ser lo mismo.
Combaten el olvido, y rememoran los miles de desaparecidos en esos andurriales
polvorientos. Como el horror gusta de las ironías macabras, la región de donde
vienen se llama Iguala.
Se preparaban para marchar a un acto en conmemoración de la
muerte de dos estudiantes de la escuela de Chilpancigo, en el estado de
Guerrero. Habían tomado algunos buses, y cometieron el error de acercarse a un
acto de lanzamiento de la campaña de la esposa del alcalde (como vemos, en nuestra
Comarca no somos los únicos que ponemos a la mujer del capomafia en su mismo
cargo público). Para no arruinar la fiesta el alcalde ordenó a la policía
capturar a los estudiantes, y para aleccionarlos se los entregó a los “Guerreros
Unidos”, el grupo narco-paramilitar en el que milita su familia y la de su
esposa. La crónica es conocida y se sabe que la masacre se cobró 43 vidas. El
horror recién comenzaba.
En plena búsqueda de los estudiantes desaparecidos
comenzaron a aparecer por doquier las tumbas colectivas. Una detrás de otra,
las masacres habituales habían sembrado el suelo mexicano de fosas
clandestinas: todo el mundo lo sabía, el Estado siempre supo dónde estaban. Comenzaron
a aparecer de la nada los restos de miles de desaparecidos: campesinos y
estudiantes. El corazón del Opa se agarrota y se le empañan los ojos al
escribirlo.
Ayotzimapa borró para siempre la fachada lustrosa del México
pituco y turístico. Apareció el estado asesino, la encarnadura cívica del
narcotráfico y los negocios, el rostro de los cárteles sanguinarios desmintió la
inocente sonrisa de Verónica Castro.
Piensa el Opa que acá estamos lejos aún. Aún.
Los narcos vienen financiando la política a través del PJ
desde la campaña de Méndez, el Innombrable. Se ha comprobado que la efedrina
bancó la campaña de Ella, y que algunos aportantes aparecieron en alguna cuneta
de General Rodríguez con balazos en la nuca. Se sabe que Anibaúl maneja ese
negocio explosivo que desde 2004 multiplicó por 20 la cantidad de efedrina que
ingresa a la Comarca. Se sabe que las investigaciones llegan hasta la Rosada,
donde habitaba un funcionario íntimo de Él, que ahora está imputado por
narcotraficante.
Hasta ahora no parece que esas bandas tengan capacidad
operativa para elevar el número de muertes violentas en la Comarca. Pero sí
controlan barrios enteros, y hay que preguntarles a los militantes sociales de
esos barrios cómo les va conviviendo con los dealers y la policía que los
protege. En la Comarca chica la policía detiene pibes con un código de faltas
que permite encarcelamientos masivos sin justificación. La policía controla los
negocios sucios. Los jueces y fiscales miran para otro lado. Los políticos
saludan para la cámara, con bolsillo ancho y periodistas a sueldo. Y cuando
comienzan a estallar los problemas y alguno se resfría y aparecen kilos de
cocaína en las oficinas policiales, siempre habrá algún ministro que desde su
jardín sembrado de pistas de aterrizaje clandestinas nos diga, impertérrito,
que “la droga es para los perros”.
Ayotzimapa no queda tan lejos, pero aún no nos hemos dado
cuenta. No nos queremos dar cuenta.
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